Me salto todas las leyes de propiedad intelectual, pero es por una buena causa… El original de este texto, disponible en The Guardian: Bletchley Park ‘girls’ break code of secrecy for book launch, por Maev Kennedy. Mucho mejor leer el original.
Las mujeres que trabajaron juntas durante la guerra se reúnen de nuevo por primera vez para celebrar la publicación del nuevo libro con sus memorias.
Durante años Betty Webb y Mary Every trabajaron a pocos metros de distancia, a menudo durante toda la noche, en el Bloque F, entre los «rompecódigos» de Bletchley Park. Ahora, cuando ambas tienen 92 años de edad, se han reunido por vez primera.
Aunque miles de mujeres trabajaron allí hombro con hombro durante los años de la guerra, alojadas en casa de curiosas familias locales o compartiendo alojamiento en cabañas de ocho literas dobles, reinó el secreto más absoluto. Pasaron décadas antes de que el mundo exterior se enterase de nada de lo que sucedió en el laberinto de cabañas en pésimo estado que rodeaban la horrorosa mansión eduardiana en Buckinghamshire, pero las mujeres jóvenes y brillantes reclutadas en escuelas de secretariado, las fuerzas armadas, o directamente de la escuela, apenas sabían gran cosa más.
Ahora siete veteranas, con una edad global de 639 años, con los broches dorados y azules —no medallas— que finalmente les concedieron en 2009, han regresado para el lanzamiento de un libro sobre su vida allí, The Debs of Bletchley Park. A través de sus páginas y sus conversaciones muchas se han enterado por primera vez lo que el resto habían estado haciendo allí.
Se estima que el trabajo de descifrado de códigos en Bletchley acortó la Segunda Guerra Mundial en dos años y salvó miles de vidas. «Nunca se sabía lo que la persona de la oficina de al lado estaba haciendo, no digamos ya en el siguiente bloque,» dice Every.
Es la última superviviente del grupito que aprendió japonés específicamente para trabajar en los mensajes interceptados desde el Lejano Oriente. Una vez traducidos, Webb los reescribía en el inglés más romo posible antes de pasarlos, para disimular que la inteligencia provenía de mensajes interceptados y descifrados. Las dos entraron en una animada conversación sobre su trabajo, conversación que nunca habría tenido lugar si se hubiesen encontrado haciendo cola para tomar un té en un descanso de un turno de noche. «Hemos podido hablar unas con otras en el mismo idioma», dijo Cada. «Es como si compartiésemos una misma vía del tren.»
Todos los que trabajaron allí firmaron la Ley de Secretos Oficiales, y la cumplieron a rajatabla. Un día de 1974, el marido de Lady Marion Body, el diputado Sir Richard Body, dejó de un golpe sobre la mesa un libro que acababa de comprar. Era el relato de Frederick Winterbotham sobre los rompecódigos de Bletchley, The Ultra Secret. «¿Vas a contarme ahora lo que hiciste en la guerra?» preguntó. «No,» respondió ella.
Jean Pitt-Lewis vio con asombro un documental ese año, el primero, presentado por Ludovic Kennedy, y le gritó a la pantalla: «¡No, no, no!» Sin embargo, su madre llamó por teléfono, enfervorizada, para decir: «Por fin sé lo que hiciste».
Pitt-Lewis fue una de «las chicas de Dilly», reclutados directamente de la escuela por una figura legendaria, el clasicista griego Dilly Knox, que había estado trabajando para el Ministerio de Marina como criptógrafo desde 1914 y, con aversión a los jóvenes alborotados, consiguió permiso especial para trabajar con un equipo totalmente femenino.
Pitt-Lewis recordó la entrevista como «un poco una farsa». Él le preguntó si sabía alemán, ella respondió que no y él contestó con tristeza que habría sido de ayuda conocer algunas palabras.
Y eso fue todo, ya había pasado la entrevista. Algunas de las chicas eran un tanto inusuales, le advirtió. Una era «una persona muy agradable, pero un poco extraña — lleva pantalón y corbata de lazo, y fuma en pipa».
Marigold Mortimer se convirtió en «wren» (un wren es un pájaro, un reyezuelo, y era el mote con que se conocía a las integrantes del Women’s Royal Naval Service, por el sonido similar de su acrónimo, WRNS) al dejar la escuela y le dijeron que era posible que fuese a «algún lugar del campo — no podemos decirle dónde porque no lo sabemos, y si le dan el trabajo no podrá decírselo a nadie ni ir a ningún otro lugar hasta que termine la guerra».
«Sonaba a una pena de prisión», recordó.
No todo era sombrío. Las mujeres acantonados en chozas en la abadía de Woburn envidiaban a las que vivían más cerca de Bletchley, que podían participar en las noches de conciertos, conferencias, bailes y coros en la mansión.
Las mujeres de la casa, a su vez, envidiaban a las de la abadía que dominaba el hermoso parque, y a las que tenían sus propios ponis en los establos e iban de caza.
Todos vivían por los días de permiso, en los que podían salir corriendo de sus turnos hacia la estación para tomar un tren para ir a Londres y sus cines, teatros, salones de baile y museos en una hora — «si el tren estaba en marcha», cuenta Body. La mayoría tenía novio, pero no en Bletchley, donde las mujeres superaban a los hombres en razón de cuatro a uno: «Jugábamos fuera de casa,» Webb recordó sobre su novio canadiense — que nunca supo una palabra de en qué trabajaban.
Se les concedió oficialmente el derecho a hablar en 1975, pero pocas lo hicieron. El bloque F, al igual que muchos de los registros, había sido destruido, y hasta el reciente resurgimiento del interés y la restauración del lugar como museo, parecía probable que las historias de las mujeres, eclipsadas por inconformistas hombres brillantes como Alan Turing, quedaran en perpetuo silencio. Ellas se sorprenden ahora de las estanterías repletas de libros sobre su trabajo, y de la nominada al Oscar The Imitation Game — sobre la que tienen opiniones diversas. «Sobredramatizada», dice Body. «Por decirlo suavemente.»
(Más sobre Bletchley Park y sobre The Imitation Game, esta vez sí escrito por mí.)