Las ‘chicas’ de Bletchley Park

Me salto todas las leyes de propiedad intelectual, pero es por una buena causa… El original de este texto, disponible en The Guardian: Bletchley Park ‘girls’ break code of secrecy for book launch, por Maev Kennedy. Mucho mejor leer el original.

Las mujeres que trabajaron juntas durante la guerra se reúnen de nuevo por primera vez para celebrar la publicación del nuevo libro con sus memorias.

Durante años Betty Webb y Mary Every trabajaron a pocos metros de distancia, a menudo durante toda la noche, en el Bloque F, entre los «rompecódigos» de Bletchley Park. Ahora, cuando ambas tienen 92 años de edad, se han reunido por vez primera.

Aunque miles de mujeres trabajaron allí hombro con hombro durante los años de la guerra, alojadas en casa de curiosas familias locales o compartiendo alojamiento en cabañas de ocho literas dobles, reinó el secreto más absoluto. Pasaron décadas antes de que el mundo exterior se enterase de nada de lo que sucedió en el laberinto de cabañas en pésimo estado que rodeaban la horrorosa mansión eduardiana en Buckinghamshire, pero las mujeres jóvenes y brillantes reclutadas en escuelas de secretariado, las fuerzas armadas, o directamente de la escuela, apenas sabían gran cosa más.

Ahora siete veteranas, con una edad global de 639 años, con los broches dorados y azules —no medallas— que finalmente les concedieron en 2009, han regresado para el lanzamiento de un libro sobre su vida allí, The Debs of Bletchley Park. A través de sus páginas y sus conversaciones muchas se han enterado por primera vez lo que el resto habían estado haciendo allí.

Se estima que el trabajo de descifrado de códigos en Bletchley acortó la Segunda Guerra Mundial en dos años y salvó miles de vidas. «Nunca se sabía lo que la persona de la oficina de al lado estaba haciendo, no digamos ya en el siguiente bloque,» dice Every.

Es la última superviviente del grupito que aprendió japonés específicamente para trabajar en los mensajes interceptados desde el Lejano Oriente. Una vez traducidos, Webb los reescribía en el inglés más romo posible antes de pasarlos, para disimular que la inteligencia provenía de mensajes interceptados y descifrados. Las dos entraron en una animada conversación sobre su trabajo, conversación que nunca habría tenido lugar si se hubiesen encontrado haciendo cola para tomar un té en un descanso de un turno de noche. «Hemos podido hablar unas con otras en el mismo idioma», dijo Cada. «Es como si compartiésemos una misma vía del tren.»

Todos los que trabajaron allí firmaron la Ley de Secretos Oficiales, y la cumplieron a rajatabla. Un día de 1974, el marido de Lady Marion Body, el diputado Sir Richard Body, dejó de un golpe sobre la mesa un libro que acababa de comprar. Era el relato de Frederick Winterbotham sobre los rompecódigos de Bletchley, The Ultra Secret. «¿Vas a contarme ahora lo que hiciste en la guerra?» preguntó. «No,» respondió ella.

Jean Pitt-Lewis vio con asombro un documental ese año, el primero, presentado por Ludovic Kennedy, y le gritó a la pantalla: «¡No, no, no!» Sin embargo, su madre llamó por teléfono, enfervorizada, para decir: «Por fin sé lo que hiciste».

Pitt-Lewis fue una de «las chicas de Dilly», reclutados directamente de la escuela por una figura legendaria, el clasicista griego Dilly Knox, que había estado trabajando para el Ministerio de Marina como criptógrafo desde 1914 y, con aversión a los jóvenes alborotados, consiguió permiso especial para trabajar con un equipo totalmente femenino.

Pitt-Lewis recordó la entrevista como «un poco una farsa». Él le preguntó si sabía alemán, ella respondió que no y él contestó con tristeza que habría sido de ayuda conocer algunas palabras.

Y eso fue todo, ya había pasado la entrevista. Algunas de las chicas eran un tanto inusuales, le advirtió. Una era «una persona muy agradable, pero un poco extraña — lleva pantalón y corbata de lazo, y fuma en pipa».

Marigold Mortimer se convirtió en «wren» (un wren es un pájaro, un reyezuelo, y era el mote con que se conocía a las integrantes del Women’s Royal Naval Service, por el sonido similar de su acrónimo, WRNS) al dejar la escuela y le dijeron que era posible que fuese a «algún lugar del campo — no podemos decirle dónde porque no lo sabemos, y si le dan el trabajo no podrá decírselo a nadie ni ir a ningún otro lugar hasta que termine la guerra».

«Sonaba a una pena de prisión», recordó.

No todo era sombrío. Las mujeres acantonados en chozas en la abadía de Woburn envidiaban a las que vivían más cerca de Bletchley, que podían participar en las noches de conciertos, conferencias, bailes y coros en la mansión.

Las mujeres de la casa, a su vez, envidiaban a las de la abadía que dominaba el hermoso parque, y a las que tenían sus propios ponis en los establos e iban de caza.

Todos vivían por los días de permiso, en los que podían salir corriendo de sus turnos hacia la estación para tomar un tren para ir a Londres y sus cines, teatros, salones de baile y museos en una hora — «si el tren estaba en marcha», cuenta Body. La mayoría tenía novio, pero no en Bletchley, donde las mujeres superaban a los hombres en razón de cuatro a uno: «Jugábamos fuera de casa,» Webb recordó sobre su novio canadiense — que nunca supo una palabra de en qué trabajaban.

Se les concedió oficialmente el derecho a hablar en 1975, pero pocas lo hicieron. El bloque F, al igual que muchos de los registros, había sido destruido, y hasta el reciente resurgimiento del interés y la restauración del lugar como museo, parecía probable que las historias de las mujeres, eclipsadas por inconformistas hombres brillantes como Alan Turing, quedaran en perpetuo silencio. Ellas se sorprenden ahora de las estanterías repletas de libros sobre su trabajo, y de la nominada al Oscar The Imitation Game — sobre la que tienen opiniones diversas. «Sobredramatizada», dice Body. «Por decirlo suavemente.»


(Más sobre Bletchley Park y sobre The Imitation Game, esta vez sí escrito por mí.)

¿Pueden los hackers ser héroes?

Un vídeo bastante interesante del fantástico Off Book. Los subtítulos en castellano, cortesía de un servidor (se aceptan sugerencias de mejora) :-)

Poder e internet

(Lo que sigue es una traducción (no autorizada) de lo aparecido en el blog de Bruce Schneier, Power and the Internet el 31 de enero de 2013. Como siempre que hago estas cosas, el interés es ponerlo al alcance de aquellos para los que el inglés es una barrera. Y siempre es mucho más recomendable leer el texto original.)


Todas las tecnologías disruptivas afectan a los equilibrios de poder tradicionales, e Internet no es una excepción. La historia estándar es que da poder a los más débiles, pero eso es sólo la mitad de la historia. Internet da poder a todo el mundo. Puede que las grandes instituciones sean lentas en hacer uso de ese nuevo poder, pero como son poderosas, pueden usarlo con mayor eficacia. Los gobiernos y las corporaciones han tomado conciencia del hecho de que no sólo pueden utilizar Internet, sino que les interesa controlarla. A menos que comencemos un debate deliberado sobre el futuro en que queremos vivir, y las tecnologías de la información que permiten la existencia de ese mundo, acabaremos con una Internet que beneficia a las estructuras de poder y no a la sociedad en general.

Todos hemos vivido durante la historia disruptiva de Internet. Industrias enteras, como las agencias de viajes y las tiendas de alquiler de vídeos, han desaparecido. La edición tradicional —libros, periódicos, enciclopedias, música— han perdido poder, mientras que Amazon y otros lo han ganado. La empresas basadas en la publicidad como Google y Facebook han ganado una gran cantidad de poder. Microsoft ha perdido una parte del suyo (por difícil de creer que parezca).

Internet también ha cambiado el poder político. Algunos gobiernos perdieron poder cuando los ciudadanos se organizaron en línea. Los movimientos políticos se hicieron más fáciles, ayudando a derrocar gobiernos. La campaña de Obama hizo un uso revolucionario de Internet, tanto en 2008 como en 2012.

E Internet ha cambiado el poder social, mientras coleccionábamos cientos de «amigos» en Facebook, tuiteábamos nuestro camino hacia la fama, y encontrábamos comunidades para las aficiones e intereses más oscuros. Y algunos delitos se han hecho más fáciles: el fraude de suplantación de personalidad se convirtió en robo de identidad, la violación de derechos de autor se convirtió en intercambio de archivos, y acceder a materiales censurados —políticos, sexuales, culturales— se convirtió en trivialmente fácil.

Ahora intereses poderosos buscan dirigir deliberadamente esta influencia en su beneficio. Algunas empresas están creando entornos de Internet que maximizan su rentabilidad: Facebook y Google, entre muchas otras. Algunas industrias presionan para que se redacten leyes que hagan más rentables sus modelos de negocio particulares: las compañías de telecomunicaciones quieren ser capaces de discriminar entre diferentes tipos de tráfico de Internet, las empresas de entretenimiento quieren acabar con el intercambio de archivos, los anunciantes quieren tener acceso sin restricciones a los datos sobre nuestros hábitos y preferencias.

Por la parte de los gobiernos, más países censuran Internet —y lo hacen de forma más eficaz— que nunca. Las fuerzas policiales de todo el mundo están utilizando los datos de Internet con fines de vigilancia, con menos supervisión judicial y, a veces, antes de que se haya cometido ningún delito. Los militares están fomentando una carrera ciberarmamentista. La vigilancia en Internet —tanto gubernamental como comercial— va en aumento, no sólo en los estados totalitarios, sino también en las democracias occidentales. Tanto las empresas como los gobiernos confían más en la propaganda para crear falsas impresiones en la opinión pública.

En 1996, el ciberlibertario John Perry Barlow publicó su «Declaración de Independencia del Ciberespacio». Le dijo a los gobiernos: «Ustedes no tiene el derecho moral de gobernarnos, ni poseen ningún método de ejecución que debamos temer verdaderamente». Era un ideal utópico, y muchos lo creímos. Creíamos que la generación de Internet, rápida en adoptar los cambios sociales que traía esta nueva tecnología, sería capaz de maniobrar más deprisa que las instituciones de la era anterior, más pesadas y lentas.

La realidad resultó ser mucho más complicada. Lo que se nos olvidó es que la tecnología magnifica el poder en ambas direcciones. Cuando los que no tenían poder encontraron Internet, de repente tuvieron poder. Pero aunque los no organizados y ágiles fueron los primeros en hacer uso de las nuevas tecnologías, con el tiempo los poderosos gigantes se dieron cuenta de su potencial —y tienen más poder que amplificar. Y no sólo los equilibrios de poder cambian con internet, sino que los poderosos también pueden hacer cambiar Internet. ¿Alguien más recuerda lo incompetente que era el FBI investigando delitos en Internet a principios de los noventa? ¿O cómo los usuarios de Internet daban vueltas a los censores de China y la policía secrecta de Oriente Medio? ¿O cómo el dinero digital iba a hacer obsoletas las monedas de los gobiernos, y la organización de Internet iba a hacer obsoletos los partidos políticos? Ahora todo eso suena a historia antigua.

No todo va para un solo lado. Las masas de vez en cuando logran organizarse en torno a un tema específico —SOPA y PIPA, la primavera árabe, etcétera— y logran bloquear algunas de las acciones de los poderosos. Pero no dura. Los desorganizados vuelven a ser desorganizados y los intereses poderosos retoman las riendas.

Los debates sobre el futuro de Internet son moral y políticamente complejos. ¿Cómo equilibramos la privacidad personal con lo que la ley requiere para evitar violaciones de los derechos de autor? ¿O la pornografía infantil? ¿Es aceptable ser juzgado por algoritmos informáticos invisibles cuando se te sirven resultados de búsqueda? ¿Cuando te sirven artículos de noticias? ¿Al ser seleccionado para un examen adicional por la seguridad del aeropuerto? ¿Tenemos derecho a corregir los datos acerca de nosotros? ¿De eliminarlos? ¿Queremos sistemas informáticos que olviden las cosas después de un cierto número de años? Son temas complicados que requieren un debate significativo, cooperación internacional y soluciones iterativas. ¿Alguien cree que estamos a la altura de la tarea?

No lo estamos, y esa es la preocupación. Porque si no estamos intentando entender cómo dar forma a Internet para que sus efectos positivos superen a los negativos, los intereses de los poderosos serán los que lo hagan. El diseño de Internet no viene fijado por unas leyes naturales. Su historia es un accidente fortuito: una inicial falta de interés comercial, benigna negligencia gubernamental, requisitos militares de supervivencia y capacidad de recuperación, y la inclinación natural de los ingenieros informáticos de crear sistemas abiertos que funcionan de manera sencilla. No se puede confiar en esta combinación de fuerzas que crearon la Internet de ayer para la creación de la del mañana. Las batallas por el futuro de Internet están sucediendo en este preciso momento: en las legislaturas de todo el mundo, en organizaciones internacionales como la Unión Internacional de Telecomunicaciones y la Organización Mundial del Comercio, y en los cuerpos de estándares de Internet. Internet es lo que lo hacemos con ella, y es creada y recreada constantemente por organizaciones, empresas y países con intereses y agendas. O bien luchamos por un lugar en la mesa, o el futuro de Internet se convierte en algo que se nos hace a nosotros.

Por qué Google no nos está volviendo estúpidos… ni inteligentes

Le robo el título (y la inmensa mayoría del contenido de esta entrada) a Chad Wellmon, un estudioso de la Ilustración de la Universidad de Virginia, que publicaba hace unos meses Why Google Isn’t Making Us Stupid… or Smart en The Hedgehog Review, uno de los journals de su universidad, dándole un poco de necesaria caña a tecnodistópicos como Nicholas Carr y su popular (y ya casi un clásico, que es de 2008) artículo Is Google Making Us Stupid? que, si bien contiene puntos interesantes, no aguanta el análisis de un académico serio ni el primer asalto del combate.

Siempre me han fascinado las falacias de tecnoutópicos y tecnodistópicos, los unos siempre a punto de olvidar, por ejemplo, la historia y los puntos negativos de lo que tenemos actualmente, y los otros dispuestos a olvidar la historia (sí, también) y los puntos positivos… Como el artículo, para ser de una revista académica, es bastante interesante, os recomiendo encarecidamente su lectura en su versión original (también tenéis el texto subrayado por mí, si queréis, cortesía de Diigo). Una vez acabado de leer, y viendo que el subrayado tenía una cierta coherencia, me he animado a traducirlo para los que seáis más bien alérgicos a la lengua de Shakespeare. Son tres mil y pico palabras (aseguro que el original es bastante más largo), pero su lectura no debería ser demasiado pesada y, os lo aseguro, contiene unas cuantas joyitas de valor :-).

[…]

Para entender cómo nuestras vidas están ya profundamente formadas por la tecnología, debemos tener en cuenta la información no sólo en términos abstractos de terabytes y zettabytes, sino también en términos más culturales. ¿Cómo las tecnologías a las que han dado forma los seres humanos para interactuar con el mundo acaban, a su vez, dándonos forma a nosotros? ¿Qué nos hacen estas tecnologías, que son de nuestra propia creación y elementos irreductibles de nuestro propio ser? La tarea analítica yace en identificar y adoptar formas de acción humana particulares de nuestra era digital, sin reducir la tecnología a una mera extensión mecánica de lo humano, a una mera herramienta. En pocas palabras, preguntar si Google nos hace estúpidos, como algunos críticos culturales han hecho recientemente, es la pregunta equivocada. Asume distinciones entre los seres humanos y la tecnología que ya no son, si es que alguna vez lo fueron, sostenibles.

Dos narrativas

[…] Por un lado, hay quienes afirman que los esfuerzos de digitalización de Google, el poder de las redes sociales de Facebook y la era del big data en general están finalmente haciendo realidad el viejo sueño de unificar todo el conocimiento. […] Estas afirmaciones utópicas se relacionan con visiones similares sobre un futuro transhumanista en el que la tecnología superará los que fueron los límites históricos de la humanidad: físicos, intelectuales y psicológicos. El sueño es de una era posthumana.

Por otro lado, observadores menos optimistas interpretan la llegada de la digitalización y del big data como augurios de una edad de la sobrecarga informacional. […] A muchos les preocupa que los hipervínculos de la web que nos lanzan de una página a otra, los blogs que reducen largos artículos a una más consumible línea o dos y los tweets que condensan pensamientos a 140 caracteres han creado una cultura de la distracción. Las mismas tecnologías que nos ayudan a gestionar toda esta información socavan nuestra capacidad para leer con ninguna profundidad o cuidado. […] Como dice Nicholas Carr, «lo que la Red parece estar haciendo es minar mi capacidad de concentración y contemplación. Mi mente espera ahora absorber información tal y como la Red la distribuye: en un rapidísimo flujo de partículas en movimiento». […] Para Carr y muchos otros como él, el verdadero conocimiento es profundo y su profundidad es proporcional a la intensidad de nuestra atención. En nuestro mundo digital que alienta la cantidad sobre la calidad, Google nos está volviendo estúpidos.

[…] Ambas narrativas, sin embargo, cometen dos errores básicos.

En primer lugar, imaginan que nuestra era de la información no tiene precedentes, pero las explosiones de la información y las declaraciones utópicas y apocalípticas que las acompañan son una vieja preocupación. La aparición de toda nueva tecnología de la información trae consigo nuevos métodos y modos de almacenar y transmitir cada vez más información, y estas tecnologías afectan profundamente la forma en que los humanos interactúamos con el mundo. […]

En segundo lugar, ambas narrativas cometen un error conceptual fundamental al aislar los efectos causales de la tecnología. Las tecnologías, sea el libro impreso, sea Google, no nos hacen ilimitadamente libres o ni incansablemente estúpidos. […] Las afirmaciones simples respecto a los efectos de la tecnología ocultan supuestos básicos, para bien o para mal, sobre la tecnología como causa independiente que eclipsa el resto de causas. Asumen que los efectos de la tecnología puede ser fácilmente aislados y abstraídos de su contexto social e histórico.

[…]

En este sentido, la tecnología no es ni un diluvio abstracto de datos ni un simple apéndice mecánico subordinado a las intenciones humanas, sino la manera misma en que el ser humano participa en el mundo. Celebrar la Web, o cualquier otra tecnología, como inherentemente edificante o embrutecedora es ignorar su dimensión más humana. […] Del mismo modo, sugerir que Google nos está volviendo estúpidos es ignorar el hecho histórico de que con el tiempo las tecnologías han tenido un efecto en nuestra forma de pensar, pero de maneras mucho más complejos y en absoluto reducible a afirmaciones simples.

[…] Las tecnologías digitales hacen la Web accesible haciéndola parecer mucho más pequeña y manejable de lo que imaginamos que es. La Web no existe. En este sentido, la historia de la sobrecarga informacional es instructiva menos por lo que nos enseña acerca de la cantidad de información que por lo qie nos enseña acerca de cómo las tecnologías que diseñamos para interactuar con el mundo nos dan forma a nosotros a su vez. […]

[…] Carr y otros críticos de las formas con que interactúamos con nuestras tecnologías digitales tienen buenas razones para estar preocupados, pero, como espero demostrar, por razones bastante diferentes de las que podrían pensar. La cuestión central no se refiere a modos particulares de acomodar las nuevas tecnologías, sino a nuestra propia concepción de la relación entre el ser humano y la tecnología.

Demasiados libros

Como la historiadora Ann Blair ha demostrado recientemente, nuestras preocupaciones contemporáneas sobre la sobrecarga informacional resuenan con las reclamaciones históricas sobre «demasiados libros.» […] Eclesiastés 12:12, «De hacer libros no hay fin» […] Séneca, «la abundancia de libros es una distracción» […] Leibniz, la «horrible masa de libros sigue creciendo». […]

Las quejas sobre exceso de libros experimentaron una mayor urgencia en el transcurso del siglo XVIII, cuando explotó el mercado del libro, especialmente en Inglaterra, Francia y Alemania. Mientras que hoy en día nos imaginamos a nosotros mismos engullidos por una avalancha de datos digitales, a finales del siglo XVIII los lectores alemanes, por ejemplo, se imaginaban infestados por una plaga de libros [Bücherseuche]. […]

[…] En 1702 el jurista y filósofo Christian Thomasius expuso algunas de las preocupaciones normativas que ganarían tracción a lo largo del siglo. Describió la escritura y el negocio de los libros como una especie de enfermedad epidémica que ha afligido Europa durante mucho tiempo, y es más apropiada para llenar los almacenes de los libreros que las bibliotecas de los eruditos. Cualquiera podría entender que esto es resultado del deseo de escribir libros que aflige a las personas actualmente. Hasta ahora nadie sino los sabios, o al menos los que deben ser considerados así, se entrometía con este tema, pero hoy en día no hay nada más común, se extiende a través de todas las profesiones, de modo que ahora casi hasta los zapateros remendones, y las mujeres que apenas pueden leer, tienen la ambición de ser impresos, y puede que los veamos llevando sus libros de puerta en puerta, como un vendedor ambulante hace con sus cajas de peines, pasadores y cordones.

El surgimiento de un mercado de libros impresos rebajó el listón de entrada para los autores y poco a poco comenzó a hacer los filtros y las limitaciones tradicionales de la producción de libros cada vez más inadecuados. La percepción de un exceso de libros fue motivada por un supuesto más básico acerca de quién debería o no escribirlos.

[…] En su escrito de 1975, Llamada a mi Nación: Sobre la Plaga de Libros Alemanes, el librero y editor alemán Johann Georg Heinzmann lamentaba que ningún país ha impreso tanto como los alemanes. Para Heinzmann, los lectores alemanes de finales del siglo XVIII sufrían bajo un «reinado de los libros» en el que eran peones involuntarios de ideas que no eran las suyas. Dando a esta ansiedad cultural un marco filosófico, y ganando a Carr por más de dos siglos, Immanuel Kant se quejaba de que tal superabundancia de libros animaba a la gente a «leer mucho» y «superficialmente». La lectura extensiva no sólo fomentaba malos hábitos de lectura, sino que también causaba una condición patológica más general, la Belesenheit [la calidad de ser muy leído], ya que exponía a los lectores a un gran «desperdicio» [Verderb] de los libros. Cultivaba el pensamiento acrítico.

[…]

De manera no tan diferente a los lectores contemporáneos con sus herramientas digitales, los lectores alemanes del siglo XVIII tenían una gama de tecnologías y métodos a su disposición para hacer frente a la proliferación de libros —diccionarios, bibliografías, revistas, tomar notas, enciclopedias, anotaciones en los márgenes, «commonplace books«, notas al pie. Estas tecnologías hicieron las cantidades crecientes de impresión más manejables ayudando a los lectores a seleccionar, resumir y organizar un almacén cada vez mayor de información. La enorme gama de tecnologías demuestra que los seres humanos suelen tratar la sobrecarga informacional a través de soluciones creativas y a veces sorprendentes que desdibujan la línea entre los humanos y la tecnología.

[…] Una tecnología de búsqueda relacionada, la concordancia bíblica —las primeras se remontan a 1247— indexaba cada palabra de la Biblia y facilitaba su uso más amplio en los sermones y, después de sus traducciones a la lengua vernácula, a un público aún más amplio. Del mismo modo, los índices se hicieron cada vez más populares y grandes argumentos de venta de textos impresos en el siglo XVI.

[…] Para principios del siglo XVIII había incluso una ciencia dedicada a la organización y la contabilidad de todas estas tecnologías y libros: la historia literaria. […]

[…]

Mientras muchos lectores abrumados daban la bienvenida a estas técnicas y tecnologías, algunos, sobre todo a finales del siglo XVIII, comenzaron a quejarse de que conducían a una forma de conocimiento derivativa, de segunda mano. […] J.G. Herder, se mofaba de los franceses por sus intentos de hacer frente a tal proliferación de libros con enciclopedias: Ahora se crean enciclopedias, hasta Diderot y D’Alembert se han rebajado a ello. Y ese libro que es un triunfo para los franceses es para nosotros la primera señal de su decadencia. No tienen nada que escribir y, por tanto, crean abregés, vocabularios, esprits, enciclopedias— las obras originales desaparecen.

Haciéndose eco de las preocupaciones contemporáneas acerca de cómo nuestra dependencia de Google y la Wikipedia podrían llevar a formas superficiales de conocimiento, Herder se preocupaba de que estas tecnologías reducían el conocimiento a unidades discretas de información. […]

A mediados del siglo XVIII la palabra «erudito» —utilizada anteriormente para describir de forma positiva a una persona educada— se convirtió en sinónimo de diletante, alguien que simplemente ojeaba, agregaba y acumulaba montones de información, pero que nunca aprendía mucho de ello. En suma, enciclopedias y similares habían reducido el proyecto de la Ilustración, afirmaban los críticos, a mera gestión de la información. Estaba en juego la definición de «verdadero» conocimiento. […]

Como sugiere esta breve historia de tecnologías de la información de la Ilustración, afirmar que una tecnología en particular tiene un efecto único, ya sea positivo o negativo, es reducir a la vez histórica y conceptualmente el complejo nexo causal dentro del que los seres humanos y las tecnologías interactúan y se dan forma mutuamente. Loss reciente y generalmente bien recibidos argumentos de Carr preguntándose si Google nos vuelve estúpidos, por ejemplo, se basan en un paralelo histórico que se dibuja con la era de la impresión. Afirma que la invención de la imprenta causó una forma de lectura más intensa y, por extrapolación, la imprenta causó una forma más reflexiva de pensamiento —las palabras sobre la página centraban al lector.

Históricamente hablando, esto es tecnodeterminismo hiperbólico. Carr supone que las tecnologías simplemente «determinan nuestra situación», independientemente de los seres humanos, mientras que esas mismas tecnologías, métodos y medios de comunicación emergen de situaciones históricas particulares con su propio complejo de factores. […]

Argumentos como los de Carr […] también tienden a ignorar el hecho de que, históricamente, la imprenta facilitó una serie de hábitos y estilos de lectura. Francis Bacon, propenso a condenar los libros impresos, hablaba de al menos tres formas de leer libros: «Algunos libros son para ser probados, otros para ser engullidos, y algunos pocos para ser masticados y digeridos.» Como bastantes académicos han demostrado últimamente, diferentes formas de lectura coexistieron en la era de la imprenta. […] Incluso la forma de lectura intensiva considerada hoy una práctica moribunda, la lectura de novelas, fue ridiculizada a menudo en el siglo XVIII como un debilitamiento de la memoria que conduce a la «distracción habitual», como afirmó Kant. Se consideraba especialmente peligroso para las mujeres que, según Kant, ya eran propensas a formas inferiores de pensamiento. […]

[…] Tales reducciones omiten el hecho de que Google y la tecnología de la imprenta no operan independientemente de los humanos que los diseñan, interactúan con ellos y constantemente los modifican, al igual que los seres humanos no existen independientemente de las tecnologías. Al centrarse en la capacidad de la tecnología para determinar el ser humano (insistiendo en que Google nos vuelve estúpidos, que la impresión nos convierte en lectores más profundos), corremos el riesgo de perder de vista cuán profundamente nuestra propia agencia está envuelta de tecnología. […] Enfatizar un vínculo causal simple y directo entre la tecnología y una forma particular de pensar es aislar la tecnología de las formas de vida con que está ligada.

[…]

La nota al pie: de Kant a Google

Hoy en día las herramientas más comunes para organizar el conocimiento son algoritmos y estructuras de datos. A menudo imaginamos que no tienen precedente. Pero los motores de búsqueda de Google se aprovechan de una tecnología bastante antigua: la cosa más académica y aparentemente inútil, la nota al pie. […] Resulta que [los] enlaces digitales tienen un antecedente revelador histórico y conceptual en la nota al pie de la Ilustración.

El moderno hipervínculo y la nota al pie de la Ilustración comparten una lógica que se basa en suposiciones acerca de la naturaleza basada en texto del conocimiento. Ambos asumen que los documentos, los textos impresos del siglo XVIII o los digitalizados del siglo XXI, son la base del conocimiento. […]

[…] La lógica citacional de la Ilustración es fundamentalmente autorreferencial y recursiva —es decir, los criterios de juicio vienen siempre dados por el propio sistema de textos y no algo externo, como autoridad divina o eclesiástica. El valor y la autoridad de un texto se establecen por el hecho de que otros textos apuntan a él. Cuantas más notas al pie apuntan a un texto en particular, este adquiere mayor autoridad por el hecho de que otros textos le apuntan.

[…]

[…] La autoridad, relevancia y valor de un texto se sostenían —tanto conceptual como visualmente— por una serie de notas que apuntaban a otros textos. Como nuestros hipervínculos contemporáneos, estas citas interrumpían el flujo de la lectura —a menudo marcadas con un gran asterisco o un «consulte la página 516.» Tal vez más importante, sin embargo, es que todas estas notas al pie y citas no apuntaban a un único texto inspirado divinamente o autorizado, sino a una red mucho más amplia de textos. Las notas al pie y citas eran las fibras que conectaban y coordinaban una gran cantidad de textos impresos. […]

La Lógica Citacional de Google

Los fundadores de Google, Larry Page y Sergey Brin, modelaron su revolucionario motor de búsqueda en la lógica citacional de la nota al pie y por lo tanto traspusieron muchos de sus supuestos sobre el conocimiento y la tecnología a un medio digital. Google «organiza la información del mundo,» como dice su lema, modelando la estructura de hipervínculos inherente a la web basada en documentos. […]

Page y Brin partieron de la idea de que la web «se basaba libremente en la premisa de la citación y anotación —al fin y al cabo, ¿qué es un enlace, sino una citación, y qué es el texto que describe ese vínculo, sino una nota?» El propio Page veía esta lógica citacional como la clave para modelar la estructura propia de la Web. La cita académica moderna es simplemente la práctica de señalar el trabajo de los demás, de forma muy similar a la nota al pie. […]

[…]

El Yo Algorítmico

[…] Al resaltar las analogías entre Google y la cultura de la imprenta de la Ilustración he tratado de resistirme al alarmismo y la visión utópica que tienden a enmarcar las discusiones actuales sobre la cultura digital, en primer lugar por poner en un marco histórico estas preocupaciones y, en segundo, demostrando que la tecnología debe ser entendida en conexión profundida y corpórea con lo humano. Considerada en estos términos, la cuestión de si Google nos está volviendo estúpidos o inteligentes podría dar paso a preguntas más complejas y productivas. […]

[…] Cada vez que hacemos clic, escribimos un término de búsqueda o actualizamos nuestro estado en Facebook, la red cambia un poco. «Puede que Google no nos esté volviendo estúpidos, pero nosotros lo estamos volviendo (y a Facebook) más inteligente», porque toda la información con que alimentamos a ambos cada día. […]

Pensando más en términos de una ecología o medio ambiente digital y menos en una dicotomía de ser humano versus tecnología, podemos entender la Web, como James Hendler, Tim Berners-Lee y colegas han dicho recientemente, no sólo como una máquina aislada «para ser diseñada para mejorar su rendimiento «, sino como un «fenómeno con el que nos relacionamos». Escriben «en la escala micro, la Web es una infraestructura de lenguajes y protocolos artificiales; es una obra de ingeniería. Sin embargo, es la interacción de los seres humanos que crean, enlazan y consumen información la que genera el comportamiento de la Web como propiedades emergentes en la escala macro».

[…]

Por otro lado, los seres humanos individuales son agentes centrales en las operaciones de Google porque crean hipervínculos. Columnistas como Paul Krugman y Peggy Noonan toman decisiones sobre qué enlazar o no en sus columnas. Del mismo modo, a medida que hacemos clic de un enlace a otro (o elegimos no hacer clic), también decidimos y juzgamos sobre el valor de un enlace, y por tanto del documento que lo hospeda.

Como los algoritmos aumentan la escala de las operaciones procesando millones de enlaces, sin embargo, ocultan este elemento más humano de la Web. Todas esas decisiones de enlazar desde una página particular a la siguiente, de hacer clic de un enlace a otro implica no sólo un algoritmo alimentado por enlaces, sino por cientos de millones de seres humanos que interactúan con Google cada minuto. Estas son las interacciones humanas que tienen un impacto en la Web en el nivel macro, y quedan ocultas por las promesas de la caja de búsqueda de Google.

Sólo en este nivel macro de análisis podemos entender el hecho de que los algoritmos de búsqueda de Google no funcionan en una absoluta pureza mecánica, libre de interferencia externa. Sólo si entendemos la web y nuestras tecnologías de búsqueda y filtrado como elementos de una ecología digital podemos dar sentido a las propiedades emergentes de las complejas interacciones entre humanos y tecnología: engañar al sistema de Google a través de estrategias de optimización de búsqueda, las decisiones de empleados de Google (no algoritmos) de censurar ciertas páginas web y dar privilegios a otras (¿nunca han notado el predominio relativamente reciente de las páginas de Wikipedia en las búsquedas de Google?). La Web no es sólo una tecnología, sino una ecología de interacción hombre-tecnología. Es una cultura dinámica con sus propias normas y prácticas.

Las nuevas tecnologías, ya sea la enciclopedia impresa o la Wikipedia, no son máquinas abstractas que nos vuelven estúpidos o inteligentes por sí mismas. Como hemos visto con las tecnologías de lectura de la Ilustración, el conocimiento surge de complejos procesos de selección, distinción y juicio: de las interacciones irreducibles de los seres humanos y la tecnología. Debemos resistirnos a la falsa promesa que la caja vacía debajo del logotipo de Google ha venido a representar, sea esta acceso inmediato al conocimiento puro o una vida de distracción e información superficial. Se trata de un ardid. El conocimiento es difícil de ganar, diseñado, creado y organizado por los seres humanos y sus tecnologías. Los algoritmos de búsqueda de Google son sólo la más reciente de una larga historia de tecnologías que los seres humanos han desarrollado para organizar, evaluar y participar en su mundo.

Nuevas reglas

Extraído/traducido de una imprescindible (y discutible a veces, desde luego) ) pieza de opinión del New York Times, New Rules, escrita por el ‘Pulitzer’ Thomas L. Friedman.

Ese mundo ha desaparecido. Ahora el sistema es más abierto. La tecnología y la globalización destruyen puestos de trabajo menos cualificados más deprisa, mientras que aumentan constantemente el nivel de habilidad necesario para los nuevos trabajos. Ahora más que nunca, la formación a lo largo de la vida es clave para acceder a, y permanecer en, la clase media.

Hay una cita atribuida al futurista Alvin Toffler que captura esta nueva realidad: En el futuro “el analfabetismo no se definirá por saber o no leer y escribir, sino por ser capaz o no de aprender y reaprender”. Toda forma de quedarse quieto resulta mortal.

(Pieza descubierta en el twitter de @antonello, por cierto.)